1er CAPÍTULO DE LA MUERTE ALUCINANTE DE LAUTRÉAMONT


SINOPSIS

En la noche de su misteriosa muerte, el conde de Lautréamont, ebrio de dolor físico y anímico, es asaltado por una violenta inspiración. Una novela se esboza en él, pero sabe que jamás podrá escribirla, ya que se está muriendo. No tendrá sino el tiempo de redactar sus nueve mandamientos, para futuros poetas malditos.
Durante 141 años, Lautréamont ha iniciado a poetas anónimos bajo la forma de un aparecido, con el fin de que escribieran esa novela para él. Todos han fracasado y desaparecido durante sus viajes iniciáticos. El protagonista del libro es uno de ellos y se encuentra en coma, en un hospital de París. La novela arranca cuando sale poco a poco de ese estado, y comienza a recordar todo lo que le ocurrió y escribió antes de su accidente. Llega un momento en que los recuerdos de lo vivido se mezclan con lo que imaginó. Dicho protagonista también vive atormentado por el fallecimiento de Lilianne, su primera novia, la cual vuelve a aparecer en su novela, bajo el nombre de Cynthia.
Desde hace unos años, el comisario Paul Vaillant y la inspectora amnésica Béatrice de Lorelle investigan “el caso Lautréamont”, ayudados por una vidente. El comisario no cree en el “retorno” de Lautréamont, ni en la existencia de una novela póstuma y peligrosa para quien la lea. A este equipo de investigadores, se le unirá un estudioso español de Los Cantos de Maldoror, que afirma haber tenido entre sus manos la misteriosa novela. Finalmente, tras una extraña investigación, dicho equipo perseguirá a Lautréamont a través del universo de las catacumbas y alcantarillas históricas de París, mientras este último arrastra al alma del comatoso hacia un misterioso a la par que inquietante destino...

LOS NUEVE MANDAMIENTOS DE LAUTRÉAMONT, PARA FUTUROS POETAS MALDITOS

Escribirás poemas con sangre, semen o lágrimas, nunca con agua y menos aún tinta.
Si naces poeta hembra, serás ángel y demonio, si naces poeta macho, serás demonio y ángel.
No crearás para ciertas gentes sino para la gente, y por los muertos que no pudieron culminar su creación.
Si haciendo el amor sube en ti un poema, correrás a escribirlo. Al gozar, se te olvidaría.
No escribirás jamás para tu época, sino para todos los tiempos y los que nunca llegarán.
Crearás el poema como si tuvieras que morir justo después, porque tarde o temprano desaparecerás, pero él permanecerá.
Si al escribir un poema lloras y tiemblas, lo acabarás, aunque se esté quemando tu hogar.
Afilarás tus versos cuales flechas de oro que seguirán hurgando aún habiéndolas arrancado.
Amarás a los malditos que te lean y comprendan, porque son los únicos que te escribirán después de muerto.

***

París, primavera de 2010, Hospital La Pitié-Salpêtrière.

Estoy en un coma profundo desde hace unos dos años, según lo que acabo de oír alrededor de mi cama. Ha sido justo después de que un gorrión, afuera, piara de una manera desgarradora. Y cual ese sitio que se me apareció una tarde desde las profundidades de Internet, mis recuerdos empiezan a aflorar en esta habitación azul. Sí, noto cómo suben poco a poco, o quizá bajen desde no sé dónde. En el fondo, la superficie del agua es también la del aire... Pero es curioso, no entiendo por qué mi memoria ha seleccionado en primer lugar esos extraños y oscuros mandamientos, cuando todo empezó para mí el 24 de noviembre de 2008...

... Yo estaba en el cementerio Montparnasse de París, en un morado atardecer, cuando apareció el conde de Lautréamont. Supe de manera repentina y brusca que era él. También intuí que así había terminado mi inocencia, mi cómoda ingenuidad y que iba a empezar para mí una espantosa metamorfosis. Una caída hasta las catacumbas de la verdad. Un entierro vivo en la lucidez. Él seguía mirándome con sus ojos de poeta muerto, llenos de su vacío y por los que yo aún distinguía la tumba de Cynthia, que había venido a visitar.
—¿Por qué yo? —le pregunté, la voz teñida de un ligero tono de desaprobación, como única e irrisoria defensa ante tamaña aparición, la del autor de los Cantos de Maldoror.
—Querrás preguntar, mal poeta, ¿por qué yo, Lautréamont?
Entonces, en ese cementerio donde se dice que hasta los pájaros cantan de una manera desconocida, me di cuenta de mi presunción. Yo que era un anónimo asiduo, en tertulias poéticas que se celebraban en oscuras tabernas, la sombra de un ratón de bibliotecas, había preguntado eso a un genio muerto. Mientras tanto él permanecía inmóvil, como esos mimos trágicos de las escaleras del Sacré Coeur, petrificado en su capa oscura y larga, con ese rostro desencajado que abría ojos sin fondo. Sabía que estaba leyendo mis pensamientos, tan fácilmente como un lector lo haría con esta página.
Cuando desapareció, pensé que todo estaba bien así, que mi paso por la vida cobraba por fin una dirección lógica, un camino de luz, si bien abierto por un muerto. Pero salí del cementerio llorando, ya que ahora comprendía e intuía muchas cosas, por ejemplo que en adelante tendría que padecer lo inenarrable.

***

París, primavera de 2010. Una comisaría del distrito VI.

La mirada que dirige el comisario Paul Vaillant hacia la vidente Isabelle Dupoix vale cien imágenes. Aquél no deja de manosear un bolígrafo, ésta aprieta su viejo bolso gastado contra su abdomen, como si guardara en él todos sus ahorros.
—¿Señorita Dupoix, puede, por favor —y Vaillant marca una pausa, eso sí, acelerando los malabarismos de su bolígrafo—... repetirnos, a la inspectora Béatrice de Lorelle y a un servidor, la última de sus teorías que justifican sus honorarios, más que anormales, yo diría anómalos?
La inspectora de Lorelle busca la mirada de la vidente para lanzarle una de ánimo, e incitarle a no tenerle miedo a ese incrédulo, acostumbrado a sus bolsitas de plástico llenas de piezas de convicción.
—Pues se la repetiré otra vez —balbucea al principio Isabelle Dupoix, si bien su voz se irá afianzando poco a poco— y espero que no vuelva a romper otro bolígrafo entre sus manos como hace unos instantes. El conde de Lautréamont, poeta maldito por antonomasia, fue un pionero de la poesía surrealista, por no decir de toda la del siglo XX. Falleció a los veinticuatro años, pero tuvo una vida intensa y misteriosa, flanqueada de dos guerras. Nos ha dejado sobre todo sus famosos Cantos de Maldoror, un libro inclasificable, lleno de parajes y escenas lúgubres. Esos seis Cantos representan un texto blasfemo, violento y a ratos cruel, que llegará a ser la biblia negra de los futuros surrealistas. Pero Isidore Ducasse sufrió enormemente por el desprecio que los críticos y su diplomático de padre mostraron hacia sus escritos. En cuanto a su familia uruguaya y rata de sacristía, lo trató como un paria. Sin embargo, el joven Isidore sabía que era genial y la posteridad le ha dado la razón. Cuando murió, algo permaneció entre nosotros...
—¡Alto! —salta Vaillant, cortándole la palabra al tiempo que blande su bolígrafo—. Sabía que usted volvería a ponerlo sobre el tapete de la agorera. Cuando os lanzáis de cabeza, los parapsicólogos, en tesis más o menos documentadas, es curioso pero siempre hay un momento en que perdéis pie y bajáis a las catacumbas. ¿Qué es ese “algo”? ¿Usted ha ido al cementerio Montmartre, señorita Dupoix? Efectivamente, allí hay algo: los restos de Isidore-Lucien Ducasse. Allan Kardec, el padre del espiritismo e inventor de la uija, nada menos, también creía en “algos”. Pues bien, a pesar de su doctrina y de estar enterrado bajo un tétrico dolmen en Père-Lachaise, él también está bajo tierra. Por cierto, he leído no sé dónde que usted y un puñado de iluminados, habéis intentado invocar al gran Houdini, sin conseguirlo jamás. Así que ¿quién diantre podría volver de la muerte, si el que fuera el mayor escapista del mundo no lo consigue? En cuanto a los Cantos de Maldoror, francamente, no los entiendo para nada. Puede que sea la biblia de aquellos surrealistas, pero a decir verdad, tampoco los entiendo a ellos. Ahora bien, reconozco que comparado con lo que acaba de explicarnos, un poema de Breton me parece la lista de la compra del sábado tarde.

París, primavera de 2008, Hospital Pitié-Salpêtrière.

Aún no puedo mover ni un ápice de mi cuerpo. Quizá para siempre. Sólo consigue hacerlo mi mente hacia atrás. Mi memoria se abre paso entre la maraña de recuerdos que han representado una selva particular, estos dos y terribles últimos años. Ahora, agarrarme a esas rememoraciones es todo lo que tengo y me impide volverme loco. De hecho, si lo hiciera dentro de esta cárcel que es mi cuerpo, nadie se daría cuenta.
Dado que todo acontecimiento importante, en nuestra vida, es anunciado por señales previas y sutiles, recuerdo que también la aparición de Lautréamont lo había sido, la noche anterior, en el cuerpo de Solange. Al apresarle los senos y gozar, sentí cómo algo acababa en mí, que estaba envejeciendo velozmente cada una de mis células y había gritado, sin saber si era de placer o desesperanza. No empezó a llover y tronar, como en esas películas de terror, pero se levantó un cierzo que empujó con rabia las ventanas. Curiosamente, también estaba soplando en el texto que había leído por la mañana en Internet y cuyo paradero virtual me costó mucho localizar. De enlace en enlace, me había adentrado en la maraña de la red de redes y cual una página tan misteriosa como algunas llamadas perdidas, apareció, subió más bien, engendrada por píxeles y megahercios desde las profundidades. Oscura, borrosa y firmada por un anónimo, como no podía ser menos. El sitio imaginaba el día del nacimiento de Isidore-Lucien Ducasse, en un Montevideo apodado entonces “el pequeño París” y asediado, qué ironía, por los franceses. Una descripción y un grabado de la calle Castro Barros levantaba de nuevo la casa del futuro genio maldito en el número 114 —fue destruida posteriormente—, y describía el momento meteorológico, esto es un cierzo violento, transeúntes inquietos, un grito... quizá una mujer asesinada o violada por las tropas invasoras, o tal vez un nacimiento en esa gran casona del número 114...
Sí, Isidore nacerá en plena “Guerre Grande” y moriría 24 años más tarde, en un París también asediado por los prusianos. En ese sentido, nunca hubo paz para él, ni en su tiempo, ni en su mente. Fue hombre de varias batallas —algunas ajenas a él— concentradas en una, la de su corta existencia. Una vida que incluso algunos estudiosos ponen en entredicho, ya que dudan que el conde hubiera realmente existido, y yo estaba llegando a la conclusión de que no lo hizo realmente. Cuando menos no como lo concebimos. ¡Pero si todo en él era aura fantasmal!; su pálida y lánguida delgadez en la única foto que se conoce de Ducasse, esas ojeras bajo su mirada de alucinado. Y todo en él era misterio y ambigua ocultación de su esencia humana, aunque fuera de manera involuntaria. Sí, todo inducía al que indagaba en su vida a extraviarse en ella como en los parajes desolados de sus Cantos.
Gracias al documento virtual, me enteré de que en la época en que Isidore Ducasse nace, Julio Verne participa en tertulias encandiladas en una librería de Nantes; por las de los Estados Unidos hace un año que el “Cuervo” de Edgard Allan Poe vuela, y dos que los tres mosqueteros de Dumas empezaron a cruzar el hierro de sus espadas... Pero ese bebé ya está condenado a ser un autor desconocido en su tiempo, esto es el conde de Lautréamont, para todo lo que le queda de eternidad.

El viento, que seguía ensañándose con nuestra casa, parecía querer destruir en ella todo lo inestable. Hasta esa mañana, yo siempre había considerado el orgasmo como uno de los mayores milagros de la vida. Me había preguntado una y otra vez cómo puede existir un paraíso tan vasto en una cima tan diminuta..., hasta esa mañana. Los senos de Solange se transformaron en mis manos, desaparecieron éstas y aquéllos, mientras yo caía de bruces hacia unos profundos territorios en los que nadie envejece, cual el Shamballah hindú, o el Tir Nan Og celta, y aunque sea una contradicción —no iba a ser la última—, donde me sentía más mayor que nunca, perdido porque rozaba el fondo del placer, esto es la cumbre de lo desconocido. Supongo que Lautréamont ya estaría avanzando desde el cementerio Montmartre, muy despacio y solemne, cruzándose con transeúntes que se volverían inquietos sin saber por qué, y vientos también empezarían a deslizarse desde todos los nortes, para destruir mi casa.

***

—Si quieres —interviene la inspectora de Lorelle—, te dejamos solo para que sigas haciéndote gracia a ti mismo y de paso rompes todos los bolígrafos del despacho. Mira Paul, y sabes que cuando digo tu nombre correctamente y no Popaul, es que me estás calentando y no precisamente como lo hacen mis novios; hemos pasado dos años corriendo detrás de una o varias sombras que provocan la desaparición sin rastro de personas. Cuando empezamos esta investigación irreal, aún tenías pelo en la coronilla. Contrariamente a otros casos, no tenemos nada. Es similar a mi pasado, que no recuerdo en absoluto, como buena amnésica que soy. Todo lo que hemos investigado, rastreado, cotejado, se resume en cuatro letras: nada.
—Y nada, jamás es... algo —desliza la vidente con una sonrisa de alivio, por la magnífica venganza que acaba de brindarle su amiga Béatrice.
Por poco, Paul Vaillant rompe el bolígrafo. Prefiere posarlo y con un gesto malhumorado, que parece el de un romano en un senado de la antigüedad, invita a la vidente a proseguir con su exposición.
—El día de su muerte, Lautréamont, ebrio de fatiga, frustración y tristeza, es asaltado por una crisis de inspiración muy aguda. Hay que recordar que tras la publicación de Los Cantos de Maldoror, escribió una obra mucho más convencional titulada Poésies. Algunos creen que lo hizo para seducir a los críticos y también aplacar la furiosa vergüenza de sus padre y familia americana. Pero poco tiempo antes de su fallecimiento, la fantástica y rebelde mente del escritor se estaba sobreponiendo a lo que tanta gente conformista esperaba de él. Quería escribir una novela aún más alucinada que los Cantos. Desgraciadamente, en la noche del 23 de noviembre de 1870, murió en un torbellino de angustiosa frustración, por no poder prolongar su vida, aunque fuera un poco, para crear esa obra.
—Reconozco que habla usted como un libro —dice Vaillant, a la vez que bosteza y se rasca la coronilla—... ¿Y todo eso lo ha leído en su bola de cristal de bohemia? Verá, señorita Dupoix, me crié con novelones policíacos de Simenon y de Conan Doyle, el cual por cierto, creía en la existencia de las hadas. Me parece increíble que el padre de Sherlock Holmes, investigador más preciso que un cuco suizo, creyera en seres que transforman calabazas en carrozas. Cierro el paréntesis. Pero le aseguro que yo no suelo confundir mi profesión con amables y literatas investigaciones regadas con té five o’clock. Le voy a dejar concluir, pero le adelanto, y de paso se lo anuncio también a mi querida Béatrice, que de momento, no me ha aportado nada tangible que poner bajo mi lupa. Bueno, sigamos. Decía usted que antes de convertirse en “algo”, Ducasse sufrió una especie de crisis en el Jardín de los Olivos.
—¡Basta ya! —vocifera, al tiempo que se levanta, la hasta ahora correcta vidente—. No sabes lo que dices, mal policía. De momento, él no puede intervenir en tu existencia porque le rodea el cuero espeso de tu ignorancia, la cual te ayuda a sobrevivir y te protege, cochinilla antropomórfica. Desconoces la verdad y eso le sirve a tu casi cadáver de anticuerpos. Pero llegará un día en que el himen de tu incredulidad se rompa, y Él saldrá de cada esquina de tu presente con gran violencia, rodeado de lobos azules. Se dividirá en un número muy alto, e irrumpirá por tus poros en cada una de tus células, policía de tres al cuarto. Entonces gritarás como un niño, mientras los lobos arrastrarán tu alma hacia el Primer Bosque. Experimentarás lo que significa estar muerto en vida.

De Lorelle, los ojos como platos, recoge el bolso de su amiga (acto inusual, el que lo soltara) y se lo alcanza con suavidad. La otra lo coge sin darle las gracias, antes de salir del despacho con un portazo.
—La vidente que se anuncie en periódicos gratis y me convierta en zombi, no ha nacido aún —concluye Vaillant, aunque visiblemente impresionado, más por la expresión del rostro de Dupoix, que por lo que acaba de oír.
—Creo que tenemos algo —murmura su ayudante—. Él ha estado aquí, estoy segura.
Y al decirlo, tiene la sensación de volver a experimentar un miedo casi olvidado; una mezcla de espanto con un misterioso y antiquísimo respeto. De niña, sintió algo semejante cuando le hablaron del lobo por primera vez. Aquella tarde, toda la clase había ido, con una maestra, a esos parajes boscosos en los que Charles Perrault rebuscó y encontró, investigando entre aldeanos, sus famosos cuentos. Unas joyas pulidas por transmisiones orales y seculares, de padres a hijos, y que hartos fuegos bajos de chimeneas acrisolaron. Aquella tarde, los oídos infantiles de Béatrice habían escuchado esta extraña creencia, grabada en ella con letras amarillas: “El lobo es el único ser que puede estar observándote sin que lo sepas, y aun así... su mirada provoca en ti escalofríos..."

Aquella mañana, no bien recobré mis sentidos cuando vi los ojos de Solange muy abiertos e inquietos. Siempre me ha asustado ver esa misma mirada en distintas mujeres. A veces, le pido que esté excesivamente maquillada cuando hacemos el amor. Me encanta lamer sus ojos y volverlos llorosamente negros, bajar hasta su entrepiernas y mientras mis dedos la enloquecen profundamente y de manera concomitante, mordisquear sus gritos de carne húmeda. Pero esa noche, parecía una cierva egipcia y silenciosa que me miraba con recelo, desde una pared oscura. Me preguntó:
—¿Por qué yo?
—Porque hay que estar con alguien en esta existencia, con quien hacer el amor cientos de veces, hasta desamar. Es uno de sus principales sentidos, aunque si tiene otro tan importante, lo desconozco. El amor y el desamor bajo todas sus formas es existir. Cualquiera que piense lo contrario es fiambre en vida. Ya conoces mi teoría: si el hombre hubiera dejado de hacer no solamente la paz sino también la guerra, habría desaparecido. Es por desgracia lo que intuimos cuando leemos libros como Tormenta de acero, de Ernst Jünger. ¿Por qué tú Solange? No lo sé. Hay cientos de miles de mujeres en París con cuerpos más atractivos, las hay que no fuman, otras que duermen sin pijama, algunas hasta se parecen a Marilyn, morena Solange, ya que muchos parisinos tienen rasgos germanos, por sus orígenes francos. Y sabes que yo, prefiero las rubias así que por qué tú, no lo sé.


Madrid, primavera de 2009, Barrio de los Austrias.

Armando Montoya no sabía ese dato sobre los orígenes de ciertos parisinos. Tiene esa apariencia arquetípica de muchos profesores de matemáticas: canas repeinadas, los gestos medidos y el semblante serio de alguien que lo analiza todo. Sus colegas universitarios no saben que lo maldito representa su válvula de escape. De hecho, ¿quién no la posee? El occidental necesita alguna, para soportar su sórdida realidad. Bien sea sexo, droga, religión o política. Armando Montoya tenía lo maldito y la Ciudad de Luces.
El lector madrileño cabecea con satisfacción, intercala un separador de arabescos negros y cierra el libro La muerte alucinante de Lautréamont de golpe. Se levanta tras haberse estirado cual un gato con gafas y va a la ventana, que abre, mientras enfrente, otra persona hace lo mismo sin gafas. Es Isidore-Lucien Ducasse, pero Armando Montoya no conoce sus facciones. Y su formación científica no le permitiría creer que un aparecido acabara de entrar en su vida. Saluda al veinteañero demacrado, si bien cuando se da la vuelta para volver a su secreter mal iluminado, cualquier testigo—, verbigracia otro lector—, hubiera comprobado que la ventana de enfrente sigue cerrada. Quizá porque nadie la ha abierto.
El lector madrileño vuelve a abrir el libro más adelante, y empieza a llover sobre Madrid, en un murmullo y un atardecer de las Flores del Mal de Baudelaire. Se estremece un poco mientras se da cuenta de que su curiosidad empieza a vibrar y ser imantada por el principio de este libro, ambientado en París, una ciudad cuyas letras siempre han refulgido en su imaginación. La obra se le cae de las manos y al tiempo que la recoge, una sombra lo aprovecha para pasar por encima de él y entrar en la habitación. Un ligero escalofrío recorre las mejillas del lector. Mira hacia el techo, pero sólo ve un gran mosquito de cuatro alas (dos de sombra), que revolotea por el azul pastel.

***

Lo recuerdo todo cada vez mejor, mientras salgo poco a poco de mi coma. Cuando menos interiormente, lo cual no deja de ser (salir por dentro) una paradoja fascinante. Sí, recuerdo que empezaba a sentirme satisfecho con el principio de mi novela. Otra cosa muy distinta era lo que destilaba en mí la profusa documentación de ese libro, tema que desarrollaría más adelante en el mismo. Siempre trabajaba en el pequeño altillo de mi apartamento, casi un ático barroco cuyo tragaluz me servía de válvula de escape, en función del cielo que presentaba. Me gustaba particularmente cuando era un rectángulo de noche por el que yo ascendía, conforme meditaba, como engullido por ese agujero negro. Pero efectivamente, algunas cosas me preocupaban sobremanera. Por ejemplo había descubierto un artículo en Internet, que trataba sobre los estudios de un tal doctor Enrique Pichon-Rivière, el cual habría recopilado numerosos casos de ataques de locura e incluso suicidios, supuestamente inducidos por el famoso “Caso Lautréamont” El estudioso daba a entender que esas desgracias acontecían sobre todo a quienes se acercaban demasiado al sulfuroso poeta. Un dato que no me atreví a incluir en la novela, ya que Solange era uno de sus lectores conforme la escribía y sabía que últimamente, estaba muy preocupada por mí.

—¡Me has incluido en tu novela! —se entusiasmó un día Solange, mientras blandía una hoja del manuscrito cual una tabla de la ley—. ¿Y qué me vas a hacerme entre estas páginas?
—El amor, como si fueran sábanas de papel de vitela. Ya sabes que hace años que a ti, al conde y sus Cantos, os tengo en las venas. Últimamente, intuyo que debe de existir tal lugar.
—¿A qué te refieres? ¿camas de papel?
—No, a un lugar muy atormentado, una especie de origen del todo, parajes tenebrosos donde ese poeta y por ejemplo Allan Poe fueron con la imaginación.
—Acabas de decirlo, es pura quimera. Y muchos han ido allí con alas de alcohol, como dices en uno de tus poemas. O metiéndose otras cosas en las venas que poesía maldita o chicas despampanantes como yo. Por cierto, no sabía que preferías a las rubias, tal y como afirmas en tu novela. ¿Alguna te ha marcado especialmente?

***

Paris, la Seine est une veine
Que tes ponts sautent a l’unisson,
De la Cité tu es la reine,
C’est ton coeur et ton écusson.



Posteriormente, el conde de Lautréamont me prohibió traducir a cualquier idioma este poema, para, lo cito: “... no internacionalizar el cretinismo” Incluso estuvo a punto de asesinarme por el mismo, o bien, lo cito de nuevo: “... hacerte algo peor, esto es dejarte atrapado en tu ignorancia, mal poeta, y sobrevivir en su enviscamiento, esperando a la Gran Araña” Con la voz quebrada y un humor que esperé estuviera a la altura de las circunstancias, le confesé que aun siendo a todas luces la peor, prefería la segunda opción.
Ese día, también me dijo que mi libro ya existía en el futuro, y que estaba provocando distintos acontecimientos, en función de la personalidad de cada lector. Le preocupaba particularmente uno madrileño, que había dado con mi obra por culpa de un gato. “De hecho, está a punto de descubrirse a sí mismo dentro de tu novela, cosa que mi “ayudante” debe impedir con urgencia, esto es antes de que llegue a la página 38. En ella, aparece por primera vez con nombre y apellido. Ahora, ya sabes a quién me refiero (sí, a Armando Montoya ―pensé―. ¡Pero si yo inventé este personaje! ¡no puede existir!), pero hoy no tengo tiempo de entrar en detalles. Lo único que puedo decirte es que dicho hom- bre debe interrumpir su lectura y perder tu libro. De lo contrario, ese fabuloso viaje al que voy a llevarte estaría en entredicho. No puedes imaginar hasta qué punto la vida en la Tierra es una maraña de acontecimientos que pueden variar, en función de una hoja que alguien gire (o no) y lea. Eso sí, descuida porque a él, mi ayudante le perdonará la vida. Representa uno de los protagonistas de la novela y no puede desaparecer…, de momento.”

Nadie sabrá realmente y a decir verdad yo tampoco, si lo que presencié en el cementerio de Montparnasse ocurrió en mi imaginación fértil de autor, si fue un delirio de comatoso, o realmente sucedió. Y desde esta cama del hospital Pitié-Salpêtrière en la que me encuentro postrado, me resultaría difícil averiguar- lo. Es curioso recordar todo lo que viví y escribí, sin poder disociarlo o tan siquiera expresarlo, al tiempo que lo presencio todo alrededor de mí sin que mis cuidadores se den cuenta. Un lujo para un autor: vivir intensamente el pasado en presente y este último en calidad de espectador, como en esos sueños lúcidos.
Todo cuanto puedo revelarle al lector, es que para él, recorrer estas líneas no será acto baladí ni desprovisto de un cierto riesgo. Es curioso, pero de algo parecido advierte Lautréamont en el Canto I. Todas mis investigaciones referentes a este poeta me llevaron a casualidades imposibles, inquietantes azares y provocaron en mi vida una lluvia fina de acontecimientos anómalos, cuando no siniestros. Pero no vaya a creer el lector que me estoy refiriendo al mero mundo de la parapsicología o más concretamente del espiritismo. Si fuera así, se trataría de un mal menor, ya que nuestra filósofa especie dispone de sobradas armas para luchar con esas molestias síquicas. Se trata de algo desconocido, relacionado con el subconsciente y sus causas, efectos ocultos, y otros fenómenos que todos un día hemos padecido aun sin recordarlos.
En realidad no se trata de nada de eso, sino de algo, repito, absolutamente desconocido.
Soy el tercer escritor que intenta escribir esta obra. Los otros dos no han muerto, ni desaparecido y no sé tan siquiera si existieron. Solamente me consta que ambos fueron anónimos e interrumpieron un día definitivamente la escritura de este libro. Pero como reza un antiguo dicho castellano, el cuento, para que sea cuento, tiene que venir a cuento. Por ello no relataré el cómo he llegado a hacerme con las notas de esos escritores, entre otras cosas porque nadie me creería.

Día tras día, me sentía cada vez más cansado y notaba que algo en mí se escapaba, arenilla negra, de una suerte de reloj de arena biológico. Entonces sospeché que era Él, quien pesaba subido de pie sobre mi ánimo y mi mano. Empecé a pensar que tal vez no quisiera Lautréamont que me acercara a aquellos territorios que plasmó en los Cantos de Maldoror. Por alguna razón, quizá se opusiera a que yo escribiese este libro y de hecho, se me apareció exactamente el mismo día en que empecé a redactarlo. Sí, quizá no quisiera que siguiera con el libro.
Me equivocaba dramáticamente.
Eso sí, escribir esta novela parecía atacar mi sistema inmunitario; era como si me hubiese puesto a jugar con fuegos que empezaran a quemarme lenta y profundamente la sangre. Además yo era poeta —o pretendía serlo—, y mis adentros notaban que un ser de mi misma naturaleza me avasallaba, con la ventaja de que él... estaba muerto.


(Novela inédita, registrada y protegida por el Registro de la Propiedad Intelectual)